“No puede quitarse el vestido de novia de su madre si no se quita antes los anteojos; ha malogrado el ritual, y éste ya no es inexorable. El mecanismo que hay en ella le ha fallado ahora, ahora, cuando más lo necesita. Cuando se quita las gafas oscuras éstas se le escapan de los dedos y se hacen añicos contra el embaldosado. En su drama no cabe la improvisación; y este ruido imprevisto, mundano, de cristales al romperse, rompe por completo el perverso hechizo de la alcoba. Busca a ciegas en el suelo, boquiabierta, las esquirlas, y con el puño se enjuga en vano las lágrimas que le bañan el rostro. Y ahora, ¿qué va a hacer?”
Pensar que este relato es una versión del de La Bella Durmiente puede sorprendernos ya que se parece menos de lo que nos imaginamos al principio. Pero es que Ángela Carter no pretende solo dar una versión, sino que transforma y reescribe desde lo perverso el relato tradicional: aquella protagonista pasiva del cuento original se convierte aquí en una decadente (que es un adjetivo muy adecuado para describir la atmósfera general del relato) y siniestra vampira que vive para satisfacer su necesidad de sangre. Como en sus otros cuentos, se subvierte lo que la feminidad (sangre) supone para las protagonistas femeninas: mientras en el “original”, cuando se pinchaba el dedo y veía su propia sangre, se sumía en un sueño profundo del que solo la podía despertar un príncipe, en este es el momento en que el hombre joven decide lamer la herida de los dedos de ella, es ese gesto tan humano el que significa la muerte (sueño eterno) de la bella, que así, se hace humana.
¿Pretende Ángela Carter transmitirles a las niñas y mujeres el deseo de matar a la princesa dormida para convertirse en autónomas, capaces de escribir sus propias historias?
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